Escribo durante tres o cuatro horas seguidas, duermo otras dos o tres, salgo a comer algo por el barrio, y vuelvo para seguir escribiendo. Estoy solo para escuchar el ruido de mi bolígrafo sobre el papel y respirar el humo de mi hierba, bien rociada de vodka. Sólo allí me siento con fuerzas para asesinar a Pierre. En este hotel sórdido nadie vendrá a buscarme. Y si entre página y página me entran ganas de follar, tampoco faltan los cines de ambiente en el barrio: Copi.
Pierre es el hombre del que me enamoré porque al vestirse no dejaba de hablar. Con el que visité la mayoría de baños públicos que conozco. Al tipo que no le perdonaré no besarme al despedirnos en el metro.
Porque uno deseó tener el olor de un hombre metido en los huesos del rostro, sentir la erección latente entre los muslos.
Porque despiertas en una casa donde un perro no dejará de ladrar hasta que te alejas trescientos metros, en un departamento en el que duermes en un sillón amarillo con ropa sucia de almohada, en una recámara sin ventilación y al lado un cuerpo blanco y nervudo.
Porque intuías que venirse sucedía entre risas y sin preámbulos.
Sí, en una época era escribir en una libreta de tapas marrones e ir a un cine a recibir una mamada.
Sí, sentir miedo de Andrew Beckett y mantener una sonrisa imbécil al salir del Teresa y saber que llueve.
No hay comentarios:
Publicar un comentario