Mi difunta esposa coleccionaba revistas.

 





De vuelta a la izquierda, ahí donde hay varios autos abandonados, no los taxis, sino tres Fords. Sigue derecho unos doscientos metros, cruza por los llanos. Ahí mete el auto, sólo tenga cuidado, no acelere mucho porque a veces los muchachos quiebran las caguamas, hay vidrios sueltos. Cuando llegue a donde están las pipas gire de nuevo a la izquierda. Ahí verá que comienzan las calles asfaltadas. Derecho hasta la farmacia, en la esquina gira a la derecha, luego a la izquierda otra vez. No hay pierde. La ceremonia comienza a mediodía.





Era. Era un hombre. Tenía 36 años. Tenía 36 frecuencias de a.m. aquel Valiant que heredó de su padre. Lo vi con el pelo alborotado y entrecano. Era diciembre, venía del trabajo. El vecino lo conectó en el supermercado. Lo disfrazaban de santaclós. Uno de esos santaclós flacos, sucios, con aliento sucio. Buen jale: paga a tiempo y comida incluida. Vivía en las Camelias. A unos pasos de la autopista. Fue uno de los primeros en llegar. En una noche levantó una casita de cartón. La primera semana ya tenía varias jaulas con canarios. Al mes ya estaba con su mujer y su suegra. Las dos se iban a las cuatro a las maquilas. Eso antes de los levantones. Antes de tanta desaparición de mujeres. Era un hombre. Sólo conocí su apellido: Trigo. 






Amanecían en la grama. Bolitos. Sucios de orina y excremento. De a tiro gente sin quehacer o que se levantarían con los pantalones asquerosos rumbo a la obra, porque eran albañiles. Ahí trabajaban y fondeaban. Los sábados apostaban. Si perdían empeñaban los zapatos o vendían las gallinas de sus primos. 







El Solo. Aún teníamos el hotel allá en Bahía. Se quedaba bajo la caldera de la alberca. Estuvo quince años con nosotros. Se enfermó de moquillo, sarna y de una temblequera que pensamos se lo llevaría. Cuando el sismo, permaneció nueve días en los escombros. Tu tío Eusebio aseguraba que lo escuchaba aullar, nosotros andábamos tan ocupados en recuperar lo que se pudiera, que pensábamos era pura imaginación o de plano el espíritu del perro.






Eso de cambiarse la ropa, los zapatos es para otra gente ¿no? Aquí nadie tiene repuesto. Yo tengo estas bolsas y este carrito, frascos y bolsas llenas de otras bolsas y papeles. Es que mi difunta esposa coleccionaba revistas. De todo tipo: peluquería, de mascotas, de coches, de modelos, de artistas. Las leía completas, hasta esas letras pequeñitas donde sale quién escribió qué. Pero bueno, estos zapatos los encontré ya hace ocho años. Eran finos, ¿no? Es que en algunas colonias hay gente que tira las cosas de una o dos puestas. Tal vez no les gustaron y les daba pena irlos a cambiar. Al inicio me costó trabajo porque están un poco grandes, pero llené las puntas con periódico envuelto en tela.






Los muros y el piso se llenaron de moho al mes de inaugurar la piscina. Los intendentes usaban litros de cloro que por la tarde se evaporaba y hacía que fuera imposible nadar luego de las tres de la tarde. Buscaron soluciones. Llegaron los de la universidad pero sólo a pasearse, nos dieron unos polvos que sólo sirvieron para mancharnos la piel. Aun así, durante el primer año la piscina estaba llena. A mí lo que me gustaba era subirme al trampolín, ponerme a gritame: el ruido rebotaba y nos aturdía. 






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