Escúchame: soy una princesa, una hija de dios

Dos hombres entran a un café. Después de que el mesero toma la orden titubean antes de hablar. Lo hacen en una mezcla de inglés, griego y español. Muchas de las frases las repiten y explican con gestos. Se cuentan lo que hacen por las tardes. Ríen sin saber exactamente de qué.

Al siguiente día cruzan algunas palabras. Observan cómo se comportan durante una reunión en un jardín: uno, será impertinente y hará que una mujer de 29 años se carcajeé, el otro, permanecerá en silencio durante cuatro horas. Terminarán ligeramente ebrios. Saben que esa tarde en el café fue igual a cuando eran niños y en el parque encontraban a otro niño con el que jugaban un rato y del que se despedían sin conocer su nombre.

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Miro el final de una película de béisbol. El protagonista es endiabladamente listo. Cada uno de sus diálogos contiene una frase que podría ser memorable: en este juego a veces ganas, otras pierdes y otras llueve. Un personaje que hace unos meses hubiera emulado. Pero existe algo que no permite engancharme a él: no estoy dispuesto a soportar close-ups durante más de noventa segundos.

Días antes dan 5x2. Me hace pensar en la última conversación que tuve con mi exmujer, en aceptar que durante varios años no logré superar el divorcio. Luego me viene a la cabeza que el sexo en las parejas recientes crea un recipiente indestructible donde duermen y que cauteriza las heridas, un lugar que construyen y que es lo último en abandonar, un sitio que si no creas rápido jamás existe.

Al terminar la cinta cambio el canal. Después de varios saltos me detengo en una escena porno y por un instante sé de qué va grabar a personas cogiendo, de qué ese desposeerse.
Apago el aparato, me desnudo, reviso que el pene no sangre y tardo cincuenta y siete minutos en dormir.