Estadio olímpico: El Paisa y la Karen ya nunca se vieron


Existe una historia distinta: una adolescencia fuera de la casa de la abuela y del patio donde subíamos a un árbol para mirar desde las ramas miles de revistas pornográficas.


A los once años el abuelo me regaló unos tenis blancos de lona. Lo odié. Era la época en que sostenía largas y confusas conversaciones con mi primo sobre quién era mejor: Hetfield o Axl. Un año después teníamos un cassete con canciones del Bleach y tres del Nevermind y en la puerta del cuarto pegamos un póster donde un tipo usaba unos tenis iguales a los que yo hubiera deseado quemar. Terminaron las discusiones y por dieciocho meses no hubo un día que no usara mis primeros Converse blancos.


Por instantes olvido que alguna vez tuve cinco perforaciones en el cuerpo, que dos maestras de la preparatoria me corrieron de la clase por usar jeans rotos, que hubo una mujer dos años mayor que usaba un suéter rojo abierto y camisetas de Temple of the dog, que tardé meses en hablarle y cuando lo hice me invitó a un concierto gratis con veinte bandas. Casi gratis: era necesario llevar dos bolsas de frijoles. Las robé de casa de un vecino y las traje en la mochila durante una semana.


Había una especie de taquilla afuera del estadio donde se amontonaban las bolsas con legumbres. Unos tipos impedían accedieras con botellas de caguama. Ella y yo estábamos mareados pues en dos horas habíamos fumado tres cajetillas. Las bandas estaban retrasadas tres horas tiempo que el público aprovechó para sostener una batalla donde se arrojaban bolsas llenas de piedras u orines. Después, esa mujer y yo nos tendimos en el cemento y sucedieron dos grupos hasta que alguien a nuestro lado dijo: Ya van esos monos, a los que ustedes venían a ver.


Nos incorporamos; íbamos oscuros y lentos entre las personas que se interponían rumbo al escenario. Nos situamos alejados del slam pero en un lugar donde veíamos el cuerpo de Andrea. Entonces sucedió Sueños del 95 y la mujer a mi lado se acercó y me tomó de la mano. Siete canciones más. Los dos estábamos sudorosos: hubo saltos y gritos. Algunos pedían Bolero falaz pero nadie los complació. Ella y yo pasamos la tarde acostados en el cemento y después esperamos en una parada de camión hasta que abordamos una micro con las luces verdes y todos los asientos vacíos.

3 comentarios:

dèbora hadaza dijo...

me gusta el final

Anónimo dijo...

TUS MUJERES NUNCA TIENE NOMBRE?????

Anónimo dijo...

JAJAJA

Elefante
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costasinmarcostasinmar