Historias que me cuento



Era un martes. Fui al centro a buscar unos libros de Rey Rosa. En ninguna librería encontré referencias. Pasé a orinar al Sanborns de azulejos, sigo pensando que estas tiendas son cercanas al paraíso: comics y revistas gratis, baños limpios con un uniformado cortando el papel con el que secarás las manos, bueno tú sabes a lo que me refiero. Salí y vi los carteles de una exposición en el MUNAL. La primera sala aburrida. ¡Gracias por tanto aburrimiento, MUNAL! Otras dos iguales. En un pasillo había unas viejecitas, comencé a seguirlas, sólo por escucharlas. Decían cosas de sus nietos, del frío que hacía en el museo. Pero si yo estaba sudando. ¿Problemas sensoriales? ¿De ellas o míos? Decidí salir pero en la primera sala una mujer llamó mi atención. Podía bobear un rato y así verla. Aquí cabría la descripción, pero tú has visto fotos de ella, así que nos la saltamos. Parecía confundida, a punto del paroxismo. ¿Qué significa paroxismo? Lo que sea. Frente a un cuadro, ella le preguntó a una de las
edecanes-policías-nopaselalíneadeseguridadporquesinoelcuadrosedesintegrayelmuseonotieneunsegurobueno qué significaba la pintura. Yo lo sabía. Por algo aprobé historia del arte en la preparatoria, sin honores, pero, sí, con un sobresaliente. Dudé en acercarme. Pero la mujer era muy atractiva. Al terminar de ver los cuadros de esa sala, horrendos en su mayoría, fuimos a tomar un café. Ella dijo su nombre, platicó de su esposo y su inminente divorcio, han pasado tres años y esa inminencia sigue, de su hija. Entramos a un hotel donde sólo nos besamos. Quince días después nos encontramos en Tlaxcala. Lo demás, ya te lo he contado demasiadas veces, incluso tienes un diario lleno con mis confesiones.








Con Edgar pasaba más de la mitad del día en el patio de casa de la abuela, chutando un balón contra una reja blanca. Jugábamos tandas de penalties, no recuerdo realmente quién era mejor, sino los desaforados festejos: correr y escuchar el ruido de las tribunas. Alguna vez una de mis tías dejó que pasáramos sucios y sudorosos a ver la televisión y después jugar Atari. El aparato era de su novio, por lo que debíamos cuidarlo. Nos tendimos en una alfombra amarilla que tenía el pelo muy largo, Edgar perdió unas monedas y un llavero. Ahora que intento recuperar estos momentos, sólo puedo traer con precisión los objetos, como si la ficción que es la infancia sólo permitiera ser un personaje testigo, como si el niño que fui, sólo estuviera para dar testimonio de las cosas que vio. Estuvimos dos horas frente al televisor, presionando los controles, en un silencio que era tan distinto a la bulla del patio. El Atari era una diversión hacia dentro. Un ensimismarse compartido. También distinto a los momentos que permanecíamos sentados a la sombra de un automóvil a las cuatro de la tarde contando cosas acerca de las pocas niñas que conocíamos. Cuando anocheció, mi tía apagó el Atari. Acompañé a Edgar a su casa y nos despedimos. Algo había cambiado, sabíamos que también estando juntos podíamos estar solos y no estaba mal.

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Elefante
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