Los diez Cuadernos de Lengua y Literatura que conforman hasta la fecha la obra poética de Mario Ortiz son un almanaque del pensamiento y del quehacer poético de los hombres. En estos ejercicios de lecto-escritura Ortiz ensaya una forma nueva de acercamiento al lenguaje y las experiencias que se desprenden de su uso.
Descarga y lee Legenda de Mario Ortiz.
En un curso que dictó hace muchos años, Jorge Lovisolo comentó acerca de cierta tribu
amazónica cuya aldea estaba dividida en dos mitades por una muralla de piedra. No era
un cerco lindero o una valla erigida para mantener separadas dos zonas rivales: constituía
el límite visible de un mundo-dos, o si se quiere, el eje alrededor del cual se organizaba el
espacio, la vida y la mente escindidas en dos fragmentos complementarios, quizá como el
ying y el yang,
o los trozos de imán que constantemente reproducen la cartografía de un cosmos bipolar.
Nosotros no tenemos lenguaje para precisar esta idea porque, a pesar de que establecemos
regiones diferenciadas en un todo, gradaciones, zonas de transición, extremos insolubles,
sin embargo tendemos a subsumirlo en una totalidad superior, el Uno que se cierra sobre sí
mismo, el Universo. La traza de una autopista estatal que se abría paso por la selva se topó
en su trayecto con la aldea. El Gobierno brasileño creyó más práctico erradicarla antes que
modificar
el recorrido previsto. Los aborígenes fueron reubicados en un plan de viviendas cuyas
casas estaban distribuidas de acuerdo a nuestra espacialización urbanística europea,
repartidas en manzanas regulares, que a su vez se organizaban en torno a una plaza. Las
consecuencias, previsiblemente, fueron desastrosas. Los aborígenes, desorientados en
un principio, comenzaron a deambular por las calles como sonámbulos algunos, como
espíritus obsesivos otros, buscando entre recovecos las huellas de algo ausente. No faltaron
quienes trazaron líneas que comenzaban sobre la tierra del patio, trepaban las paredes de
la casa y descendían en el
otro extremo para que la continuase el vecino si lo consideraba necesario o tenía voluntad.
Pero la punta afilada de una ramita, un trozo de ladrillo o carbón no alcanzaban para
reponer una geometría que se había perdido definitivamente. Entonces, sobre el espacio
uniforme del nuevo
barrio, lo que comenzaron a dividirse fueron las mentes; los casos de esquizofrenia se
multiplicaron. Se les brindó asistencia psicológica, pero los terapeutas no sabían qué hacer
con esos desdichados sujetos. Las viejitas vaciaron las bolsas con la colecta de la misa y
encontraron solo granos de café.
El viejo llegó a una edad muy avanzada y sus movimientos se redujeron a desplazamientos
mínimos entre su habitación, el baño, la cocina, el living y a veces el patio. Su cerebro, sin
embargo, funcionaba perfectamente y, como estaba solo desde la muerte de mi madre, se
ocupaba personalmente de sus propias necesidades, encargaba por teléfono las compras
cuando ya no pudo ir al almacén, podaba los rosales y, al terminar la mañana y durante
toda la tarde, se sentaba en uno de los sillones de living.
Cuando era chico, ese living no se integraba a los movimientos cotidianos de la familia.
Lugar de cierta excepcionalidad, era lo que también solía llamarse “recibidor de visitas” y
por eso no funcionaba más que un simple espacio de tránsito entre la calle y el comedor;
decorado y pulcro, algo formal y helado como un museo. Tengo la idea de que esto
también ocurría en otros lados. En la casa de un amigo del secundario, ingresaban a la
cocina directamente por el garaje, de tal manera que el living permanecía inactivo la
mayor parte del año. Sólo entraban para hacer la limpieza diaria o levantar las persianas.
Pero el viejo terminó haciendo del living lo que literalmente significa esa expresión inglesa:
livingroom, la habitación donde pasaba su vida, donde tomaba mate, leía, escuchaba el
informativo cada hora en Luz, miraba a través del ventanal y pensaba y recordaba hasta
que tenía luz. Al caer la noche, se incorporaba pesadamente aferrándose al andador de
cuatro patas y, en medio de la semipenumbra, se dirigía hacia la cocina, encendía los tubos
fluorescentes y comenzaba a preparar la cena. Usualmente, un café con leche cuando no
tenía ganas de cocinar. Anoche comí algo liviano, solía decirme. Pan con medio paquete
de manteca.
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