Lee el inico del cuento y siente asco. Pasa las hojas y le sucede lo mismo con el final. Ríe. Yo que lo veo desde la escalera percibo sus ojos verdes, su cuerpo torpe y su cráneo sin cabello.
Habla muy fuerte, para que no haya duda de que lo oiga: De los nueve cuentos que he iniciado, ninguno es por lo menos mediocre.
Hasta hace unos meses cada vez que emitía un juicio me hacía estremecer, ahora lo siento muy lejano, como si hubiera una distancia enorme entre nosotros.
Deja el libro sobre el banco en el que estaba sentado. Enciende la computadora y anuncia que se pondrá a escribir. Sé que navegará durante tres horas en internet y después me pedirá que comamos.
No ha escrito una sólo frase en semanas. Por las noches antes de hacer el amor, lo único que nos matiene juntos, dice que pronto se convertirá en el personaje de The shining.
Yo leo un libro de tapas blancas que habla de mapas y de niñas que dibujan mapas, no quiero dejar la luz que hay en la escalera.
Pasa una hora. Tengo sed. Saco del refrigerador una cerveza. Él pide que me acerque. Lo hago. Toma su caja negra de dulces y me la ofrece. Luego exige que escriba una palabra en la computadora. La que sea, asegura que a partir de ella compondrá una hermosa y larga novela. No le creo. No escribo nada. Me toma del brazo y acerca su boca a mi cuello: Eres igual de estúpida que todos ellos. Todos ellos son los otros que escriben. Los tipos de la antología que él leía y en la que también está incluido.
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