J. J.


En el camerino discutíamos sobre el nombre de un actor norteamericano. Al aclarar el punto no estuvimos seguros si había aparecido en una película sobre la segunda guerra mundial, además no sabíamos si su papel fue el de un alemán, o el de un judío o el de un alemán judio. Surgió la pregunta de si no estaría arrepentido. ¿Arrepentido de qué? ¿De haber sido por unos meses alemán? ¿De haber sido judío? ¿De ser actor?



Éramos jueces. Desempeñábamos esa labor en un teatro enorme y frío. Las funciones eran públicas y comenzaban a las diez de la noche. Por lo regular, al sujeto que se sometía a nuestra mirada, lo acompañaba la familia y los amigos. Algunos antes de pisar el escenario nos entregaban el requerimiento que le habíamos enviado. En estos casos reíamos a carcajadas y los hombres huían sin presentar su acto. Las represalias eran terribles.



A los otros al terminar les dábamos vagas esperanzas de reclutamiento, argüíamos la difícil situación económica del partido, la interminable lista de candidatos.

Esa noche no había público. Del listado oficial la policía sólo confirmó dos nombres: una mujer de noventa años cuya gracia era desaparecer pulgas y un hombre de cuarenta y tres, no se indicaba su talento.

A la anciana la despachamos rápido. Antes de bajar del escenario cerró y abrió la mano, como lo hacen los bebés al despedirse. El castigo por ese movimiento no lo recibiría ella sino el nieto que la cuidaba.




El cuarentón caminó al proscenio. Tartamudeó, por lo que solicitamos estuviera tranquilo o en su defecto se retirara. Respiró profundo; dió tres pasos laterales. Anunció, ahora con una voz clara, que contaría un chiste que su padre había escuchado a un escritor irlandés. Lo interrumpimos: ¿No tienes nada más que mostrarnos? El hombre se disculpó; inició el acto:


"En una taberna un grupo de hombres discuten asuntos sin importancia. Al llegar el camarero con las cervezas uno de los tipos, sobresaltado, pregunta si alguien es capaz de resolver una adivinanza. Nadie responde; siguen con la discusión. El tipo insiste tres o cuatro veces hasta que otro tipo le dice que suelte la adivinanza. El primer tipo, visiblemente nervioso, aclara la garganta. Su auditorio no comprende las palabras, pues el tipo las pronunció muy rápido. Le piden que repita el acertijo. El hombre acepta y recita: 'Díganme ustedes, señores caballeros, si saben cuál entre los países europeos, es el más hospitalario con sus visitantes. Y si son valerosos y atrevidos díganme el por qué.'"




El cuarentó se detuvo. Comprendimos que esperaba una respuesta. Permanecimos inmóviles, por lo que continuó.



"Los hombres gritaron el nombre de todos los países, pero no encontraban el por qué. Después de diez minutos de incertumbre, se doblegaron. Por lo que el tipo, orgulloso, dió la respuesta: 'Oh, caballeros vanidosos, la respuesta es simple: Francia por ser la nación de Guillermo Tell.'"



Pasaron cerca de tres minutos de silencio. Uno de nosotros tosió.



No llegamos a un veredicto. Algunos deseaban la peor condena; otros quisieron postularlo a un cargo subalterno dentro del partido. Delegamos la sentencia a uno de los Tribunales. A partir de esa noche varios de nosotros decidimos pedir la jubilación y dedicarnos a leer viejas revistas de cine.

3 comentarios:

mangelacosta dijo...

Me dicen que ayer veniste a buscarme a la oficina (tu recado desapareció). A ver qué día nos vemos.

dèbora hadaza dijo...

ok ok ok regresarè, porque de verdad no entendì nada...

Ya no soy yo. dijo...

De los alrededores

La primera:
http://photos1.blogger.com/blogger/4385/871/1600/Beneficio%20del%20Carmen%20012.jpg
La segunda:
http://photos1.blogger.com/blogger/4385/871/1600/Beneficio%20del%20Carmen%20113.jpg

Después otras tantas.

Elefante
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costasinmarcostasinmar