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Para J. nacer a finales del siglo xx fue una maldición.
Al entrar a la escuela comenzaron las dificultades. J. observaba las ilustraciones de los libros de texto y la frustración y el odio nacían: si él fuera adulto ejecutaría los murales (Orozco, Siqueiros, Rivera, Tamayo) que adornaban las páginas. Conforme trascurrieron los años, para J., fue patente que los llamados artistas tenían un solo objetivo: fastidiarlo. Las idea de ruptura de la vanguardia, en cualquiera de los campos cretivos era algo que J. reconocía tener en su cerebro desde los tres años. Así que los Stravinsky, los Picasso y los Joyce, para no entrar en el terreno íntimo de los latinoamericanos, le parecían unos simples plagiarios de su genio.
Al cumplir 18 años decidió estudiar letras, la literatura le parecía el área donde su talento era más libre. En la siguiente década de su vida publicó en varias revistas independientes y logró colocar algunos artículos en periódicos de circulación nacional. En cuanto a la lectura, cuando se enfrentaba a la obra de un novelista o poeta, su espíritu se trastornaba: él, con un poco de tiempo hubiera realizado esa misma obra pero de manera espléndida, no como un simple ejercicio de estilo.
A los 35 se convirtió en periodista cultural. Sus opiniones aparecián en revistas de prestigio y en los espacios televisivos dedicados al arte. Al redactar una crítica sobre cualquier escritor sufría enormemente, pensaba que si él hubiera tenido la suerte de nacer en el siglo xix, donde vivieron los verdaderos genios, no tendría que vérselas con los artistas actuales, los que eran unos impostores que a cada instante le robaban a él, las ideas para construir sus obras.
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